IRIS M.ZAVALA
En un lenguaje más cercano al de la modernidad, es posible (más: es
necesario) hablar del trabajo de la negatividad, expresión que
claramente
dice algo que es esencial a todo movimiento del sujeto, se oriente hacia
las
cosas o se oriente hacia otros o, en definitiva, se oriente hacia sí: la
palabra
gangrena lo que nombra y al nombrar destituye, y al destituir constituye
al
referente en un enigma, causa de amor, causa de odio, causa de una
mezcla
de ambos; enigma que lejos de perder consistencia por este movimiento de
la
negatividad, lleva al paroxismo su extraña y persistente viscosidad.
La destrucción, con todo, no es equivalente a la negatividad, puesto
que hay una negatividad que afirma la vida y otra que la arrebata,
aunque
en cada caso es difícil percibir la orientación final de esta operación.
La presencia de la destrucción en la vida social es indisociable
de la producción; la producción produce detritos cada vez más inasimilables
y que instauran el dominio creciente del consumo improductivo
que abrasa y devora a la naturaleza, incluida la humana. ¿Y qué decir de
la segregación que es inherente a la formación de masas –basta que dos
se identifiquen con un tercero para que inmediatamente se constituya un
cuarto en objeto repudiado13 –, de la profunda hostilidad de estas
mismas
masas que se transforma e idealiza bajo la forma, siempre precaria,
de la reivindicación de justicia que apenas si encubre el anhelo desnudo
de venganza, de la pasión del sobreviviente descrita por Canetti (2005) que
consiste en identificarse con el poder a secas, con la voluptuosidad
que asalta al que permanece en pie mientras el enemigo yace rendido o
aniquilado?
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